Feminismo, patriarcado y sociedad.
Javier de la Torre – Psicólogo en Valencia
Se podría considerar que la misoginia se produce como consecuencia de una fijación infantil en la imagen de la madre-cuidadora. El sujeto, normalmente hombre, toma como primer ejemplo femenino a la madre, algo habitual durante el desarrollo madurativo. Pero, llegado un determinado punto de este proceso, no consigue trascender el rol de cuidado que esta ha desempeñado, generando una identificación entre la idea de “mujer” y la de “cuidados maternos”.
Si esa fijación infantil no se resuelve, aceptando la existencia de otras potencialidades en las mujeres, será reproducida en el resto de relaciones afectivas donde estas participen, dando lugar a que cualquier acto de no-complacencia por parte de cualquier mujer hacia el misógino (algo extremadamente habitual en la vida adulta) genere una respuesta emocional infantil, narcisista y distorsionada, respuesta propia del nivel madurativo de un niño en una rabieta, pero con el cuerpo e incluso la inteligencia de un ser humano adulto. Básicamente, una personalidad inestable que, según el caso, oscila entre peligrosa o sencillamente desagradable.
En efecto, no todos los misóginos son necesariamente maltratadores o asesinos, pero todos deshumanizan a la mujer al fijarla en el rol servicio-cuidado, especialmente cuando se trata de la pareja afectiva.
Para Eugenio Carutti, el patriarcado es una de las consecuencias de un tipo de inteligencia, la inteligencia mecánica, especializada en objetualizar el entorno, en dividirlo y clasificarlo en “partes” diferenciadas con sus correspondientes propiedades estáticas. Tal tipo de inteligencia nos ha brindado enormes ventajas en el terreno tecnológico y científico, pero ¿qué sucede cuando se orienta hacia el mundo emocional y objetualiza también a los sujetos?
Cuando la inteligencia mecánica entra en conflicto con lo que Carutti llama inteligencia vincular, despoja al sujeto de su humanidad. El sujeto pasa a ser interpretado como un objeto con propiedades estáticas, obviando el dinamismo cambiante y “libre” propio del verdadero comportamiento humano. Esta inteligencia vincular, que según el mencionado autor, estaría comenzando a desarrollarse en nuestra especie, dotaría a los sujetos que participan en cualquier relación de la capacidad de abrirse sin miedo a lo que cada uno es, aceptándose y aceptando el ser del otro, y permitiendo que la interacción transforme e incluso constituya a los que de ella participan.
Por el contrario, las consecuencias de la objetualización del otro en las relaciones, propia de las inteligencia mecánica, son tan evidentes como dañinas: homogeneizar hasta el estereotipo las características de un grupo amplio, como puede ser una etnia; no aceptar que una persona realice cambios importantes en su forma de pensar o de actuar (“tú no eras así”, “me has decepcionado”); o el machismo y otros procesos deshumanizantes que podemos observar en la historia (el Holocausto, por ejemplo) y en nuestro día a día (los del Madrid son mejores que los del Barsa, o viceversa).
La misoginia formaría, pues, parte de la familia de perturbaciones psicológicas propias de la inteligencia mecánica u objetualizante orientada al mundo relacional.
Es cierto que este es un problema que a todos nos afecta en mayor o menor grado. El “otro” siempre es percibido como un objeto con propiedades predecibles, y es en este conflicto entre lo que se espera del “otro” y lo que el “otro” realmente “es”, hace y siente, donde la ausencia de una sana inteligencia vincular genera continuos e inacabables conflictos en el mundo de las relaciones.
Por tanto, el aprendizaje de una visión feminista del mundo, tanto para hombres como para mujeres, sería sinónimo del aprendizaje de la aceptación del otro como sujeto libre y dinámico.
Así pues, el desarrollo vincular vendría dado, al menos en principio, por la capacidad individual y colectiva de tolerar nuevos modelos de expresión y comportamiento, aunque choquen con los nuestros antiguos y conservadores, siempre y cuando estos nuevos modelos tengan como base la libertad individual y colectiva.
Es aquí donde el feminismo, mediante la equiparación de los principios masculinos y femeninos en relación a su valor e importancia social, así como su clarificador esfuerzo por no confundirlos con mujer y hombre, está trayendo consigo una verdadera liberación de los esquemas fijos de funcionamiento (arquetipos, desde la perspectiva de la psicología profunda), más propios de la inconsciencia, que hombres y mujeres vienen arrastrando desde hace siglos.
No es difícil rastrear el origen de la simbología referida a la mujer y al hombre, simbología que ha marcado las definiciones tradicionales de feminidad y masculinidad, con sus consiguientes atributos asociados.
Evidentemente, la forma y función de los órganos sexuales en mujeres y hombres ha tenido consecuencias en la definición de lo masculino y lo femenino, pero el aspecto más destacable, con gran diferencia, es el hecho de que las mujeres se quedan embarazadas y los hombres no.
El embarazo, la gestación de un ser vivo en el interior de otro, el parto y, finalmente, el vínculo de la madre con su vástago, ha fascinado y estremecido a la humanidad, a partes iguales, en todos los tiempos. Esta fascinación, tan solo comparable a la devoción religiosa, sigue presente a día de hoy en el conflicto individual y colectivo que subsiste en el entendimiento y definición de los conceptos de feminidad y masculinidad.
Si se observa el desarrollo de las sociedades primitivas, se descubre que gran parte de las divinidades pertenecientes a estas culturas eran femeninas. Se trata de un periodo de la humanidad en el que la autoconciencia estaba dando sus primeros pasos y donde hombres y mujeres apenas eran conscientes de sí mismos y por tanto no había cuestionamiento de las diferencias de rol. Esta toma de conciencia vendría muy posteriormente.
Bajo un nivel de conciencia que no alcanza a generar una “identidad de género” es difícil que se produzcan conflictos asociados a los roles femeninos y masculinos. Los comportamientos sociales de estas tribus originales eran producto de la mezcla entre una simbología emergente propia del progresivo despertar de la conciencia, y un tipo de ser y hacer primitivo e instintivo, en gran medida compartido con otros mamíferos. Es esta dificultad para integrar los “instintos primitivos” y la “autoconciencia” la causante de buena parte de los problemas de convivencia y autoconcepto que experimenta la especie humana.
En estas sociedades primitivas tampoco se era consciente de la relación entre sexo y embarazo. El sexo aparece por puro instinto y refuerzo positivo, como en el resto de los animales. En tal circunstancia, el embarazo era considerado un acto divino, en el que solo participaban la mujer y alguna deidad. El hombre no tenía ninguna función en este hecho, elevando la situación de la mujer a un estatus de dadora de vida cercano a lo divino.
Cabe suponer que a todo el mundo le resultara familiar el conocido relato de una mujer convertida en madre por directo designio de un Dios.
Y es aquí, en el profundo vínculo de toda madre con el hijo, donde la gran ventaja evolutiva de la mujer en cuanto al desarrollo de la “inteligencia vincular” se vuelve evidente. Ese amor idealmente incondicional, esa aceptación plena de la madre hacia su vástago, es la primera pista a seguir si se pretende armonizar las relaciones entre humanos. También es la semilla que explica la gran aportación del feminismo a la sociedad moderna. Porque es ese tipo de amor incondicional de madre, que ya existía de forma natural en la mujer, y arquetípicamente en el “principio femenino”, y que acepta al otro tal como es, el que se ha de aprender a incorporar en todas las grandes decisiones que afectan a la vida de las sociedades, si es que queremos sobrevivir como especie.
Se trata de una visión de las cosas diametralmente opuesta a aquella que lleva a declarar una guerra. Opuesta a esa forma de actuar tan masculina y competitiva, práctica desde una versión retorcida de la inteligencia mecánica, propia del hombre, quien tiene que realizar un largo camino interior para poder encontrar este principio femenino en su psiquismo.
Y es que el hombre tiene una trayectoria evolutiva claramente distinta, aunque igualmente interesante. Para comenzar, es poco habitual en el mundo animal que el macho se quede al cuidado de las crías. Por el contrario, acostumbra a competir con otros machos para poder elegir hembra. Sus tendencias instintivas lo orientan hacia la lucha y la cópula, ostentando, al menos en principio, una menor habilidad para la inteligencia vincular. No obstante, en determinado momento del proceso evolutivo, los machos de la especie aprenden a poner estas tendencias instintivas al servicio de la comunidad. Como diría Ken Wilber, el macho humano se va convirtiendo lentamente en el hombre doméstico, y aprende hasta cierto punto a utilizar la cópula y la violencia en beneficio de la estructura familiar y social.
Este proceso propio de la especie, que aún se sigue desarrollando, ha de ser reproducido, en todo tiempo, y también en nuestros días, por cada individuo en su camino madurativo. No se trata de una tarea sencilla, sino que, por el contrario, demanda un verdadero despertar de la conciencia. Y si, por distintas circunstancias, este proceso fracasa o queda de algún modo interrumpido, puede desembocar en una personalidad peligrosamente infantil sin capacidad para reflexionar sobre sus propios impulsos. He aquí una de las principales razones para considerar la educación emocional como totalmente imprescindible.
Como cabía esperar, la unión de tales impulsos animales con la capacidad destructiva de la inteligencia mecánica, sumada a la tendencia objetualizante que la caracteriza, constituye la combinación más peligrosa posible. Doctrinas religiosa como el cristianismo o el budismo ya intuían estos peligros, y de ahí su obsesión por controlar los instintos básicos heredados de nuestros antepasados animales.
Los aspectos destructivos del patriarcado, tales como las guerras, el sometimiento de la mujer, la competitividad exacerbada, o los peores excesos del capitalismo, tendrían, pues, su base en los mencionados rasgos primitivos unidos a una inteligencia mecánica carente de la capacidad de relación y colaboración.
Ahora, en un mundo interconectado e interdependiente fruto del desarrollo tecnológico y social, donde las decisiones erróneas pueden producir catástrofes planetarias, el feminismo no es únicamente una opción ideológica, sino que parece contener en su filosofía parte de las claves para entender y dar respuesta a los problemas derivados de la globalización y la crisis ecológica.
No ha sido hasta hace relativamente poco que la humanidad ha comenzado a entender que los constructos “feminidad” y “masculinidad” coexisten en el psiquismo de todo hombre y toda mujer, no debiendo identificarse de manera absoluta feminidad con mujer o masculinidad con hombre. De hecho, se podría decir que gran parte del “trabajo interior” que todo individuo debe realizar para su autoconocimiento y maduración, se ha de basar en conseguir un desarrollo equilibrado de estos dos principios en el psiquismo. Tal proceso, de producirse adecuadamente, puede generar el despertar a una manera más armónica y equilibrada de relación con el entorno, y más concretamente con el “otro”. Este florecimiento de la inteligencia vincular traería igualmente consigo una nueva capacidad de aceptar nuestro propio psiquismo y el de los demás desde la mirada del “no-juicio”, es decir, desde la aceptación incondicional.
Cuando figuras como Jesucristo reflexionan sobre la necesidad de tratar a los demás como queremos ser tratados, no se refieren a que las preferencias de uno han de ser también las preferencias de los otros y que, como consecuencia, estas han de ser impuestas. Por el contrario, la verdadera esencia de la enseñanza reside en aceptar de forma incondicional las diferencias con el otro, de la misma forma que el otro ha de aceptar nuestras diferencias.
A modo de metáfora, el proceso interno de toda mujer y todo hombre es encontrar en su psiquismo la “pareja romántica” que le/la complementa. Esta es la verdadera “media-naranja” propia de los cuentos de hadas. Esa eterna búsqueda del amado/a que da sentido a la vida es, en realidad, una búsqueda interna y solitaria de autodescubrimiento, en continuo intento por completar y armonizar la psique individual. Se puede dar el paso e integrar el principio (femenino/masculino) que nos complementa, transformando al “peregrino psíquico” en un “todo” equilibrado y libre, capaz de “amar al otro como a sí mismo”. La relación afectiva con la pareja es un buen lugar donde experimentar este proceso, pero no el único. Cualquier espacio, tanto interno como externo, donde podamos descubrir y trabajar los principios que complementan nuestra psique servirá a este propósito.
Así pues, el feminismo resultaría ser, en gran medida, la filosofía dirigida a reflexionar sobre aquellos principios tradicionalmente atribuidos a lo femenino, y orientada a respetarlos y reconocerlos como iguales en importancia y valor a los masculinos, tanto desde el nivel individual como desde el colectivo, en lo público como en lo privado.
De verdad queremos un mundo orientado únicamente por aquellos valores (los masculinos) responsables del noventa y cinco por ciento de los asesinatos globales, según la ONU?.
No se trata de menospreciar los aspectos masculinos de nuestro psiquismo, que son, por cierto, en buena parte, la causa de nuestro desarrollo tecnológico y técnico actual. Pero sin su correlato femenino, sin la otra mitad de la realidad psíquica, siguen siendo solo media verdad, y es esa media verdad la que nos lleva a seguir ignorando temas tan vitales como la crisis ecológica, provocada por un crecimiento económico desbocado y salvaje.
Sin una representación igualitaria de hombres y mujeres (y de los aspectos masculinos y femeninos del psiquismo) en las decisiones globales, sin un despertar colectivo de la “gran Diosa” y los valores que representa, la Tierra quedará tan devastada que finalmente será un lugar inhabitable para el ser humano y muchas otras especies. La Tierra Devastada a la que se refiere el mito del Grial.
El psiquismo de cada individuo, como actualmente se puede observar, se encuentra perdido en una búsqueda interna de su completitud. Y es esta vivencia de sentirse incompleto, parcial, falto de integridad, la responsable, en gran medida, de la ansiedad y los trastornos psicosomáticos a los que el mundo moderno se ha visto condenado desde hace ya mucho.
La aceptación e integración de los principios femeninos de cuidado y conservación de la vida, no es una opción ideológica que pueda tomarse o dejarse. Se trata, por el contrario, de un momento natural e inevitable en el proceso evolutivo de la conciencia, de la misma forma que lo fue, en el pasado, el desarrollo de los principios masculinos. Pero es un tarea que la capacidad destructiva actual del ser humano ha vuelto imperiosamente urgente.
Y, volviendo al principio de la argumentación, ¿qué mayores ejemplos de amor y cuidado conoce el ser humano que los entregados por la madre al hijo? El feminismo, el ecologismo, las corrientes humanistas e igualitaristas de cualquier tipo, pueden considerarse desarrollos de la semilla de ese amor original y femenino.
Y, en definitiva, todos los movimientos que fluyen en la dirección de la disolución de los conflictos nos remiten como su origen a ese amor materno, primordial y sustentador de la vida.